En España, un grupo de personas sumamente motivadas, incluso fanatizadas, se han propuesto prohibir las corridas de toros, apelando a grandes conceptos bastante vacíos y muy contradictorios entre sí, si se analizan con un mínimo rigor y detenimiento. No lo voy a hacer aquí y ahora. Sí, en cambio, me gustaría incidir en cuáles es, para mí, el auténtico valor, ya no cultural o artístico, sino antropológico de la llamada "fiesta nacional".
Las corridas de toros presentan una estructura que posee todos los elementos necesarios para considerarla "ritual": un combate de resonancias míticas (el hombre autosometido a un código estricto de conducta frente a la embestida torrencial e incontrolada de la naturaleza bestial) ante un auditorio que asiste al mismo sin poder intervenir en él. En cierto modo, conserva la corrida el mismo sentido que el que Aristóteles reconocía en la tragedia: la representación de una situación agonística con la cual se identifica el espectador, sobre la que no tiene capacidad directa -aunque sí indirecta- de incidir y de cuya resolución depende la liberación de una tensión acumulada formalmente por ella, pero materialmente también fuera de ella.
¿Qué tensión es esa? Para una persona del siglo XXI, instalada en la absoluta convicción de que la naturaleza ya se le ha sometido, es imposible comprender la dialéctica misma entre lo humano y natural. Ya hemos triunfado: somos los amos del mundo. Podemos vencer a las enfermedades, retrasar el envejecimiento, reproducir artificialmente la vida, e incluso se anuncia que pronto la muerte será un recuerdo del pasado. Esta ideología en la que la especie humana se ha erigido en dueña y señora del orbe entero -tan desarrollada que incluso ha llevado a los antropólogos a proponer el concepto de antropoceno para designar a nuestra era- es la que explica fenómenos tan conceptualmente aberrantes con el de animalismo.
La tauromaquía es, quizás, uno de los últimos vestigios de arcaísmo que nos podemos permitir en una sociedad decadente como la posmoderna, en la cual todos los valores son meramente retóricos, sin conexión real con las pulsiones auténticas de esa naturaleza a la que, sin embargo, nos empeñamos en apelar. Asistir a una corrida de toros es dar un "paso atrás" en la evolución y retomar el contacto con una fase evolutiva en la cual el ser humano sí tenía conciencia (intuitiva, simbólica y auténtica) de qué situación precaria venimos y en qué situación permanentemente amenazada nos encontramos. El hombre moderno, por el contrario, es la criatura inesencial por antonomasia: autolimitado en su registro menos genuino, exiliado en su soberbia civilizatoria, no acierta a comprender nada que no se ajuste a su estrecha -e ilusoria- visión del mundo y de la vida. Se podría decir, incluso, que el horror que experimenta el animalista frente a la corrida es la que experimentaba un puritano victoriano ante la visión del sexo en toda su crudeza: demasiada verdad, ahí, como para soportarla.
Es evidente que una mentalidad "moderna" no puede ni siquiera vislumbrar nada que tenga que ver con lo mítico y lo simbólico: su mente se ha empequeñecido y empobrecido hasta reducirlo todo a lo lógico y lo numérico. Así las cosas, resulta perfectamente explicable que, ante una corrida de toros, el moderno animalista no entienda... nada. Para él, todo se reduce a una bestezuela desdichada, casi a una simpática mascota, condenada a morir de antemano para el placer de una masa analfabeta y atrasada. Ni por asomo puede intuir que, detrás de una corrida de toros, incluso en su centro mismo, late mucha más "verdad" (verdad humana, esencial... incluso, sí, arcaica, por apuntar a lo que constituye nuestro ser-en-el-mundo) que en cualquiera de sus hinchadas soflamas supuestamente naturalistas. Pero esa es la desgracia del moderno: vivir en la inopia, creyéndolo que ya lo sabe todo...
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