LA INVASIÓN DE LOS LADRONES DE CUERPOS


El cuerpo tiene un nuevo enemigo. Al tradicional, el que lo considera un mero saco de carne y huesos donde se alojaría nuestro auténtico valor (el interior y espiritual), se le ha añadido el que dice ensalzarlo, pero que sólo pretende domeñarlo y sojuzgarlo. Me refiero al falso culto al cuerpo, el cual en realidad lo es al signo.

Y es que al cuerpo contemporáneo no se le considera digno de atención y aprecio social hasta que no ha sido sometido a la escritura semiótica del gimnasio, la cirugía y la cosmética. No por casualidad se habla de "body building": para este discurso, el cuerpo no existe, hay que construirlo.

Sin la intervención del constructor corporal, el cuerpo recobra esa dimensión anómica e imprevisible que tan nerviosos pone a los puritanos (Goethe prohibía a los actores de su compañía que estornudasen en escena, lo cual nos permite deducir que, por aquella época, era algo frecuente).

Tanto es así que, cuando alguien apela a la necesidad de "cuidarse", a todos nos viene a la mente cierta forma de disciplina exterior, incluso de tortura, ya sea dietética o atlética.

Si somos consecuentes, defender el cuerpo debe pasar, necesariamente, por liberarlo de transformaciones innecesarias, de prótesis superfluas, de incisiones accesorias, de correcciones disciplinarias.

Porque, en otro orden de cosas, ¿qué son los piercings y tatuajes, sino nuevas veladuras para ocultar la desnudez, la pureza sígnica de nuestra piel indefensa?

Todas estas artimañas amenazan con que, en breve, sea materialmente imposible acceder al cuerpo desnudo -no escrito, no inscrito: no socializado- y delatan que, tras la apariencia de un culto, en realidad se oculta un auténtico odio al cuerpo.





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