POR QUÉ NO SOY REPUBLICANO

En España, país genéticamente incapacitado para el debate racional y el diálogo crítico, se forman "packs" ideológicos con una velocidad y frivolidad pasmosas. La más reciente, es la que mete en el mismo saco (en el saco correcto, claro) todo tipo de elementos heterogéneos -cuando no enemistados entre sí- como el feminismo, el ecologismo, el neocomunismo y... el republicanismo. Sí, lo chachi en la España del siglo XXI es declararte republicano, celebrar el 14 de abril, ondear la tricolor e idealizar la Segunda República como una época a reeditar, idílica, justa y benéfica... ¡hasta ahí, llega la estulticia!

Pues, ¿saben qué? No soy republicano. No por ánimo de llevar la contraria (me repelen los que nadan a contracorriente sólo para significarse), ni porque no sea de izquierdas (no soy... de nada, sólo de mí), ni por ningún otro motivo espurio. No soy republicano... por lo siguiente. (Tómese su tiempo o pase a otra cosa: no soy yo de despachar asuntos complejos de tres manotazos).

- No soy republicano porque la república no es sinónimo de país moderno y avanzado. De hecho, tanto históricamente como en la actualidad, las naciones más "avanzadas" han tenido y siguen teniendo un monarca en la cúspide institucional, eso sí, desprovisto de funciones políticas y reducido a un papel simbólico, cuando no decorativo. Suecia, Noruega, Bélgica, Dinamarca o Gran Bretaña son monarquías; Zimbabue, Venezuela, Uzbekistán o Malí, repúblicas.

- No soy republicano porque -con matices- en una república el Presidente goza de unos poderes desmesurados, los cuales le llevan a menudo a actuar por su cuenta y enfrentarse a la cámara de representantes, algo que en Estados Unidos experimentan con gran frecuencia. En una monarquía como la española, el Rey no tiene esa prerrogativa; es más, cualquiera de los documentos que firma para ser publicados en el BOE deben ser refrendados por la de un ministro; de lo contrario, son nulos de pleno derecho.

- No soy republicano porque, en España, la república se ha demostrado, con una pertinacia elocuente, un fracaso morrocotudo. Basta con leer un manual de historia para bachilleres y se comprobará que las repúblicas en nuestro país han sido aprovechadas, siempre, por los más taimados para tratar de imponernos regímenes nada republicanos. Sonroja ver a los neocomunistas jactándose de republicanismo, cuando aquellos países en los que han detentado el poder los herederos de Marx lo que más bien ha imperado ha sido la tiranía unipersonal: Stalin, Mao, Pol Pot, Castro, Ceaucescu, etc.

- No soy republicano porque, en la España del siglo XXI, si se ataca a la monarquía no es por convicciones políticas, sino por razones estratégicas: los neocomunistas radicales (que, por abjurar, abjuran incluso de Carrillo y del PCE de la Transición) columbran que, abatiendo la figura del Rey, arrasaran con la democracia constitucional, con su denostado "régimen del 78", el cual, sin embargo, ha significado el período de mayor paz y prosperidad de toda la historia de nuestro país.

- No soy republicano porque una república no es más barata, económicamente, que una monarquía (hay estudios que lo demuestran), pero sí mucho más costosa en términos políticos y sociales. Un rey decorativo es un ser inocuo por derecho, pero un presidente de república es una amenaza permanente a la convivencia pacífica entre los ciudadanos.

- No soy republicano porque el pseudoargumento de que "al Borbón nadie lo ha elegido" es falso (la inmensa mayoría de los españoles votaron a favor de la monarquía en el referéndum celebrado el 6 de diciembre de 1978) y, además, a José María Aznar o a Mariano Rajoy sí lo eligieron los españoles, y eso tampoco a los republicanos les parecía argumento suficiente como para respetar -ni política ni personalmente- a ninguno de los dos, ni siquiera para asumir la legitimidad de su ejercicio político.

- No soy republicano porque no existe ni un solo argumento sólido, racional y convincente de que en nuestra monarquía no se pueda hacer y deshacer lo que se desee, en términos políticos: basta con que el partido que aspire a legislar en un sentido u otro sea merecedor de una mayoría suficiente de los sufragios emitidos en unas elecciones libres. ¡Ah, calla! A ver si el problema va a ser ese: que los republicanos no es que sean más democráticos, es que son menos en número. Quizás por eso sueñen con un escenario de caos institucional para prosperar (a río revuelto, ganancia de tahúres), pues en un país estable sus opciones de implantar sus patéticas quimeras es prácticamente... nulo.



LA EMBRIAGUEZ DEL ICONOCLASTA


No existe el iconoclasta puro: siempre suplanta un mito por otro, una falsificación por otra.

El último ejemplo son los descreídos de la Transición, a la que tachan de burda componenda, de cesión intolerable, mientras erigen una imagen de la Segunda República absolutamente parcial y tendenciosa.

Porque, como se puede deducir de sus loas y cánticos, la Segunda República a la que apelan los nostálgicos de otros tiempos no es, imagino, la de Alejandro Lerroux, la del Bienio Negro y la masacre de Casas Viejas, sino sólo la de las primeras ilusiones (enseguida frustradas), los proyectos bienintencionados (pronto superados por la realidad de un país cerril y alpargatero) y las buenas intenciones (inmediatamente aplastadas por la bota de la decepción).

Pero puede que sea mucho pedir, a estos nuevos cantores de mitos antiguos, un poco de rigor histórico, incluso que lean y se documenten. (Lo más curioso es que muchos de los devotos de esta nueva religión laica son personas formadas, incluso tituladas, de las cuales cabría esperar algo más de honestidad intelectual). Pasarán de puntillas sobre las atrocidades de su propio bando: ni pío acerca de las sacas indiscriminadas, de los asesinatos de sacerdotes, de la masacre de Paracuellos, y menos aún del exterminio de los miembros del POUM de Andreu Nin a manos del PCE, por orden de Moscú. Todo eso, y mucho más, duerme en la cuneta de la memoria de la "izquierda", mecida convenientemente por la prensa digital, nueva iglesia supuestamente aconfesional y faro incorruptible de la santísima laicidad.

No se trata, sin embargo, de que los nuevos creyentes estén siendo engañados o manipulados, no: esto es una embriaguez voluntaria, una ceguera libremente elegida, pues bien se puede reclamar la república como modelo de Estado sin necesidad de envolverse en una bandera detrás de la cual se oculta una época aciaga de nuestra historia como nación, ya que si de algo no puede presumir precisamente la Segunda República es de ser modelo de nada. Antes al contrario.

Pero vete tú a contarle a un iconoclasta en plena campaña de renovación mítica que sus ídolos están hechos del mismo barro que los del bando contrario...



LA TAUROMAQUIA CONTRA LA MODERNIDAD


En España, un grupo de personas sumamente motivadas, incluso fanatizadas, se han propuesto prohibir las corridas de toros, apelando a grandes conceptos bastante vacíos y muy contradictorios entre sí, si se analizan con un mínimo rigor y detenimiento. No lo voy a hacer aquí y ahora. Sí, en cambio, me gustaría incidir en cuáles es, para mí, el auténtico valor, ya no cultural o artístico, sino antropológico de la llamada "fiesta nacional".

Las corridas de toros presentan una estructura que posee todos los elementos necesarios para considerarla "ritual": un combate de resonancias míticas (el hombre autosometido a un código estricto de conducta frente a la embestida torrencial e incontrolada de la naturaleza bestial) ante un auditorio que asiste al mismo sin poder intervenir en él. En cierto modo, conserva la corrida el mismo sentido que el que Aristóteles reconocía en la tragedia: la representación de una situación agonística con la cual se identifica el espectador, sobre la que no tiene capacidad directa -aunque sí indirecta- de incidir y de cuya resolución depende la liberación de una tensión acumulada formalmente por ella, pero materialmente también fuera de ella.




¿Qué tensión es esa? Para una persona del siglo XXI, instalada en la absoluta convicción de que la naturaleza ya se le ha sometido, es imposible comprender la dialéctica misma entre lo humano y natural. Ya hemos triunfado: somos los amos del mundo. Podemos vencer a las enfermedades, retrasar el envejecimiento, reproducir artificialmente la vida, e incluso se anuncia que pronto la muerte será un recuerdo del pasado. Esta ideología en la que la especie humana se ha erigido en dueña y señora del orbe entero -tan desarrollada que incluso ha llevado a los antropólogos a proponer el concepto de antropoceno para designar a nuestra era- es la que explica fenómenos tan conceptualmente aberrantes con el de animalismo.

El animalismo es un caso único en la peripecia del planeta: una especie que se postula a sí misma como "defensora"... ¡de todas las demás! Esta doctrina atenta contra la lógica misma... de la naturaleza que dice defender. La naturaleza es lucha, combate, dialéctica perpetua que nunca se resuelve en armonía (la idea de "equilibrio ecológico" es una mixtificación arcádica que tiene más de poética que de científica): lo humano consiste, por el contrario, en orden, proporción, ley. En la corrida se rememora, de manera mítica y simbólica, esta dialéctica primordial de cuya resolución emergió la civilización como forma de organización humana. Ahora bien, esta ceremonia tiene el valor de recordarnos que lo humano no tiene por qué considerarse un estado final y absoluto, libre de amenazas: por contra, es la civilización un modelo siempre en riesgo ante las arremetidas continuas de los elementos que nos rodean y a los cuales la modernidad se jacta de haber vencido y dominado ya para siempre. A diferencia de la visión caricaturizada que brindan los antitaurinos del festejo, en la corrida la humanidad entera se "pone en riesgo" e, identificándose con el torero, sufre por su propia suerte, famélica y despojada, ante el enorme poder de la naturaleza bestial. Porque esa es otra: para el taurino, el toro no es (como sí para los animalistas) un animalillo indefenso delante del todopoderoso matador, sino una amenaza descomunal, mítica, irrebasable. Ante la visión de un torero frente a un morlaco de 500 kilos, uno se siente como Cristo en la cruz: totalmente conmovido y rebasado por un temor reverencial.

La tauromaquía es, quizás, uno de los últimos vestigios de arcaísmo que nos podemos permitir en una sociedad decadente como la posmoderna, en la cual todos los valores son meramente retóricos, sin conexión real con las pulsiones auténticas de esa naturaleza a la que, sin embargo, nos empeñamos en apelar. Asistir a una corrida de toros es dar un "paso atrás" en la evolución y retomar el contacto con una fase evolutiva en la cual el ser humano sí tenía conciencia (intuitiva, simbólica y auténtica) de qué situación precaria venimos y en qué situación permanentemente amenazada nos encontramos. El hombre moderno, por el contrario, es la criatura inesencial por antonomasia: autolimitado en su registro menos genuino, exiliado en su soberbia civilizatoria, no acierta a comprender nada que no se ajuste a su estrecha -e ilusoria- visión del mundo y de la vida. Se podría decir, incluso, que el horror que experimenta el animalista frente a la corrida es la que experimentaba un puritano victoriano ante la visión del sexo en toda su crudeza: demasiada verdad, ahí, como para soportarla.


Es evidente que una mentalidad "moderna" no puede ni siquiera vislumbrar nada que tenga que ver con lo mítico y lo simbólico: su mente se ha empequeñecido y empobrecido hasta reducirlo todo a lo lógico y lo numérico. Así las cosas, resulta perfectamente explicable que, ante una corrida de toros, el moderno animalista no entienda... nada. Para él, todo se reduce a una bestezuela desdichada, casi a una simpática mascota, condenada a morir de antemano para el placer de una masa analfabeta y atrasada. Ni por asomo puede intuir que, detrás de una corrida de toros, incluso en su centro mismo, late mucha más "verdad" (verdad humana, esencial... incluso, sí, arcaica, por apuntar a lo que constituye nuestro ser-en-el-mundo) que en cualquiera de sus hinchadas soflamas supuestamente naturalistas. Pero esa es la desgracia del moderno: vivir en la inopia, creyéndolo que ya lo sabe todo...


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LIBERTAD E IGUALDAD: LA IMPOSIBLE SIMBIOSIS


El título de esta breve nota ya es toda una declaración de intenciones: soplar y sorber, no puede ser. Veamos los argumentos que tratan de sostener esta afirmación, hasta ahora meramente intuitiva.

"Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros", reza el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Suena estupendo: recuerda a la revolucionaria proclama en defensa de "la libertad, la igualdad y la fraternidad" de 1789. Enseguida, sin embargo, caemos en la cuenta de que falta gravemente a la verdad: según en qué país nazcas, gozas de una mayor o menor libertad, de unos u otros derechos, o incluso aquellos que se te reconocen raramente se traducen en realidad concretas y materiales.

Esta es sólo una de las muchas perplejidades que nos asaltan en cuanto tratamos de profundizar algo más, y descender del magnífico cielo de las buenas palabras a la tierra de la cruda realidad.

Y es que, ¿qué significan estos conceptos, y por qué resulta tan difícil llevarlos a la práctica, si todo el mundo está de acuerdo en que sería deseable que rigiesen nuestra convivencia en sociedad?

Tal vez el origen del problema resida, precisamente, en que libertad e igualdad son dos polos que no sólo no se atraen, sino que se repelen el uno al otro.

Empecemos por la libertad. ¿En qué consiste ser libre? En principio, en gozar de un amplio margen de decisión acerca de las materias que nos afectan, de manera que libertad sería, ante todo, libertad para elegir. Esta facultad, propia de cada persona, le vendría dada por el mero hecho de ser humano, puesto que la vida del individuo consiste en resolver encrucijadas, en decantarse por una opción y desechar las demás. Como es notorio, las oportunidades para abdicar de la propia libertad, o de ver cómo los demás nos la coartan, son muy grandes, y comprometen nuestro margen de decisión a cada momento. Sea como fuere, la libertad en cierto modo nos enfrenta a nuestro entorno (en el sentido menos beligerante del término: nos pone cara a cara con él), y también nos aísla. La libertad es, en última instancia, una fuerza centrífuga, y aunque no cabe duda de que para ser libres en muchas ocasiones nos conviene reducir nuestro espacio personal para aliarnos con nuestros semejantes, lo más probable es que decidir de manera autónoma y soberana nos acabe alejando de ellos. Ser libre es morir solo, se lamentaba Erasmo de Rotterdam, y tal vez no le faltaba razón.

La igualdad, por el contrario, es una fuerza centrípeta: arrastra a los individuos, que por naturaleza tienden a buscar cómo prosperar cada uno por su cuenta (de acuerdo con el célebre "sálvese quien pueda", biológicamente inatacable), hacia un centro compacto en el cual todos atesorarían los mismos derechos y deberes. Esta homología es uno de los sueños de la moderna Ilustración, aunque puede rastrearse su origen más o menos remoto en el cristianismo: todos somos hijos de Dios, es decir, hermanos, y como tales debemos tratarnos, consumando así esa otra utopía de la fraternidad en cuanto mutua responsabilización de los humanos entre sí. "Amaos los unos a los otros", ordenó Jesús de Nazaret. "Sed buenos ciudadanos", nos piden los ilustrados: "obedeced las normas, respetad a vuestros vecinos y seréis felices".

Ahora bien, ¿cómo se resuelve la tensión implícita entre la fuerza centrífuga de la libertad personal y la fuerza centrípeta de la igualdad social? Pronto descubrimos que, mientras que la primera es un impulso atávico que llevamos inscrito en los genes, la segunda se nos antoja sobre todo un desiderátum ideal, casi ideológico. Ser iguales, cuando no conlleva el derecho de todo individuo a ser tratado como tal, o sea, a no ser discriminado por aspectos acerca de los cuales no ha podido "decidir" (raza, origen social, discapacidades congénitas), o sobre aquellos que, precisamente al elegirlos, le han permitido desarrollarse plenamente como persona (ideología, creencias religiosas, orientación sexual), parece invitar de manera casi inevitable a restringir, incluso de forma coactiva, la libertad personal. De este modo, la "igualdad" social entre los ciudadanos implícita en el programa político de la socialdemocracia pasaría, necesariamente, por la imposición de fuertes restricciones a la  plena"libertad" económica de la que querrían gozar los agentes económicos.

Que la libertad y la igualdad, tan seductoras en el plano conceptual, chocan de continuo en el escenario material, no es fruto de una mera dialéctica incidental que tarde o temprano acabaría resolviéndose en algún tipo de acuerdo de mínimos (tal y como sería, de nuevo, el sueño de la socialdemocracia, al tratar de equilibrar las consecuencias negativas de la libertad económica con las medidas "correctoras" de la redistribución de los recursos, vía políticas públicas). No, la libertad y la igualdad se repelen como el agua y el aceite. Lo vemos todos los días, en cualquier ámbito de la vida: excepto en casos de gregarismo supino -que, en las sociedades humanas de todas las épocas, haberlo, haylo, y en grandes cantidades- en cuanto alguien trata de ser "él mismo", se diferencia de los demás, es decir, deja de ser igual... a menudo, para su desgracia.

Esto es así porque la igualdad es -o debería ser- un mero marco instrumental, un repertorio de salvaguardas de la libertad material de cada cual; en cuanto abandona ese papel profiláctico para erigirse en proyecto de articulación absoluta de la sociedad, degenera en totalitarismo. El siglo XX, sin duda alguna, fue en este aspecto el más "igualitario" de todos: fascismos y comunismos se entregaron de manera sistemática y monstruosa a laminar la libertad personal de todos los ciudadanos (incluso de sus propios partidarios), a la que acusaban de atentar contra la homogeneidad de la sociedad perfecta que estaban decididos a imponer. Para los totalitarios de cualquier época y de cualquier signo, ser iguales es la única forma de ser libres: vivir de acuerdo con la propia conciencia -al precio que sea- se considera, pues, un crimen de lesa igualdad, y merece ser penado de manera implacable.

No estamos descubriendo nada, al poner en duda que libertad e igualdad puedan formar parte, al unísono, de un programa político viable. De lo que sí estoy convencido es de que la insistencia, en ciertos ámbitos de pensamiento actuales, en la igualdad como horizonte absoluto de la convivencia humana no hace presagiar nada bueno. Toda aquella apelación a la igualdad que no pase por imponerle restricciones también a ella, en defensa de la inalienable libertad de cada cual, tarde o temprano tendrá que enfrentarse a un abismo decisional... el cual, me temo, no tendrá ningún reparo en saltar. Ya ha pasado en otras épocas de la historia, y nada nos permite excluir que pueda volver a pasar.





LA RETÓRICA DE LA VICTIMIZACIÓN

La idea parece ser la siguiente: hoy en día, si no eres víctima (real o imaginaria) de algo o de alguien, estás civilmente muerto. Da igual que la tropelía te la infligieran a ti en persona o a tus ancestros remotos: en este último caso, heredas el prestigio de la cicatriz primigenia, lo cual te aureola de una especie de santidad laica, de una superioridad moral inatacable.

Creo que no hace falta poner ejemplos, pues están en la mente de todos, y no quiero dejarme a nadie en el tintero, porque se sentirá agraviado y le daré nuevos motivos para el lamento y la queja (por cierto, ¿para cuándo elevarlo al rango de deporte olímpico?). Lo que sí intuyo es cuál es el origen de este fenómeno sociológico: se remonta al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando a raíz del holocausto se fraguó una narrativa mítica, aunque no por ello menos veraz (la del Pueblo perseguido), por la cual el haber sido pisoteado históricamente dejaba de ser una afrenta para convertirse en una baza con la cual obtener réditos de todo tipo, y en primer término morales.

Desde la constitución del Estado de Israel, como consecuencia de la reparación por los estragos sufridos por el pueblo judío, la retórica de la victimización (insisto: real "o" imaginaria) ha ido calando en las estrategias de muchos grupos sociales atávicamente marginados o directamente aplastados: mujeres, homosexuales, afroamericanos... La lista no deja de crecer: así, por ejemplo, en Latinoamérica consideran que los españoles actuales somos poco menos que genocidas, aunque muchos de quienes nos acusan de ello sean descendientes de los propios colonizadores.

En España, la espiral de la victimización está alcanzado proporciones delirantes, de manera que los nietos de la Transición dicen sentirse víctimas... ¡del franquismo, nada menos! Por culpa de los crímenes de la dictadura perpetrados hace 50, 60, 80 años, los demócratas no podríamos ser libres por completo, y viviríamos oprimidos por la negra sombra del oprobio fascista.

Qué duda cabe que las víctimas de cualquier abuso se merecen todo el apoyo de la mayoría social. Lo que no parece aceptable es que con ello ciertos sectores traten de obtener ventajas mediante el chantaje moral y la utilización torticera de métodos legítimos con intenciones ilícitas.

Y es que cuando una estrategia social se revela rentable, ya nadie está dispuesto a renunciar a ella: la última en subirse al carro ha sido la Iglesia Católica, a la que (de la mano de asociaciones más o menos civiles, como Hazte Oír) no le ha pasado desapercibido el chollo que supone cosechar agresiones -verbales y físicas- por parte de los activistas laicistas, para así acceder al nuevo Club VIP: Víctimas Interesadas en Prosperar.

¡Qué lejos queda aquel tiempo en el que todo el mundo aspiraba a ver reconocido su poder, su fuerza, su hegemonía! Como decía al principio, en la actualidad lo que cuenta es... ser un perseguido, un fracasado. No me extrañaría que, en breve, y a la vista de los pingües resultados que están obteniendo ciertos colectivos con esta táctica, se la apropien otros que -¡cómo dudarlo!- también merecerían acceder al estatuto de víctimas: los zurdos, sin ir más lejos.





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LA MISERIA DEL TUPUEDISMO


Uno de los fenómenos recientes que mayor irritación me causa es el que llamo "tupuedismo". No se limita al ámbito político (en el cual se ha venido a manifestar sólo recientemente), sino que se extiende por doquier, como una mancha de aceite hediondo. "Querer es poder", "tu límite eres tú", "puedes llegar a donde te propongas" son algunos de los muchos lemas que infestan (e infectan) las redes sociales, quizás tomadas en préstamo de una mescolanza tóxica entre la psicología motivacional y las escuelas de negocios.

El mensaje es claro: las personas somos un espacio vacío que se puede llenar con cualquier cosa, basta con decidir qué nos apetece en cada momento. ¿Cambiar tu aspecto físico? Eso está hecho. ¿Batir un récord guiness? Basta con decidir el día y la hora. ¿Coronar el Everest? ¿Dar la vuelta al mundo? ¿Hacer turismo espacial? Será por metas...

Un caso extremo es el de un tal Israel García, que se denomina a sí mismo "ultraman", un auténtico demoledor de fronteras, siempre en busca del espacio infinito, de la anomia primordial. Nietzsche estaría contento.

Algún erudito repondrá que el filósofo renacentista italiano Pico della Mirandola propuso algo parecido, en su Oración por la dignidad del hombre, donde describía al ser humano como la única criatura indefinida de la Creación, cuya conducta sería la que le inclinaría hacia arriba o hacia abajo, hacia lo angélico o lo bestial.

Por el contrario, esta idea a mí me parece una auténtica perversión intelectual, espiritual e incluso social. Lo que subyace a este concepto voluntarista de la existencia es que nacemos en blanco y, mal que bien, permanecemos así hasta el final. Que no tenemos límites (físicos, psíquicos, de ningún tipo), es más: que los límites son malos por esencia.

Craso error. Los límites son buenos, siempre que podamos negociar con ellos, asumirlos cuando sea preciso o pegarles una patada si resulta menester. Me abstendré de poner el ejemplo del agua, que sin cauce se desparrama y se evapora miserablemente en la pradera.

Lo cierto es que detrás de esta pseudofilosofía tupuedista anida una patraña y una amenaza. La patraña, simplemente, es que es falso que no existan límites: existen, aunque sean elásticos hasta cierto punto. La amenaza reside en que, imbuyendo a la gente (de la que tanto se habla en los últimos tiempos) de unas expectativas desmesuradas sobre sus auténticas capacidades, se la arroja directamente en brazos de la frustración pues, tarde o temprano, los límites se imponen. Y así debe ser (añado yo).

En sí mismos, los límites son benignos: permiten la jerarquización de las prioridades y describen un espacio moral dentro del cual (y sólo dentro del cual) es posible hablar de humanidad. Personalmente, nunca he creído que exista la amoralidad: es sólo otro nombre del abuso y del egotismo más deleznable.

Una vida sin límites carece, literalmente, de sentido: se reduce a una suicida huida hacia delante en busca de algo que, en realidad, dejamos atrás. ¿El qué? No una esencia ni un destino personal, eso tampoco, pero sí un microcosmos propio que no deberíamos sacrificar en aras de no sé qué promesas de plenitud ultraterrena. Si de veras aspiramos a la felicidad (una felicidad íntima, veraz y lícita) debemos asumir el dictum délfico, tan moderno hoy como ayer: conócete a ti mismo y actúa en consecuencia.

Tampoco hay que caer en el extremo opuesto, el de la autoindulgencia (el yo-soy-así, así seguiré, nunca cambiaré), otra dolencia a la que tumbaré en la mesa de disección en un futuro más o menos próximo, si me da por ahí.






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LA INVASIÓN DE LOS LADRONES DE CUERPOS


El cuerpo tiene un nuevo enemigo. Al tradicional, el que lo considera un mero saco de carne y huesos donde se alojaría nuestro auténtico valor (el interior y espiritual), se le ha añadido el que dice ensalzarlo, pero que sólo pretende domeñarlo y sojuzgarlo. Me refiero al falso culto al cuerpo, el cual en realidad lo es al signo.

Y es que al cuerpo contemporáneo no se le considera digno de atención y aprecio social hasta que no ha sido sometido a la escritura semiótica del gimnasio, la cirugía y la cosmética. No por casualidad se habla de "body building": para este discurso, el cuerpo no existe, hay que construirlo.

Sin la intervención del constructor corporal, el cuerpo recobra esa dimensión anómica e imprevisible que tan nerviosos pone a los puritanos (Goethe prohibía a los actores de su compañía que estornudasen en escena, lo cual nos permite deducir que, por aquella época, era algo frecuente).

Tanto es así que, cuando alguien apela a la necesidad de "cuidarse", a todos nos viene a la mente cierta forma de disciplina exterior, incluso de tortura, ya sea dietética o atlética.

Si somos consecuentes, defender el cuerpo debe pasar, necesariamente, por liberarlo de transformaciones innecesarias, de prótesis superfluas, de incisiones accesorias, de correcciones disciplinarias.

Porque, en otro orden de cosas, ¿qué son los piercings y tatuajes, sino nuevas veladuras para ocultar la desnudez, la pureza sígnica de nuestra piel indefensa?

Todas estas artimañas amenazan con que, en breve, sea materialmente imposible acceder al cuerpo desnudo -no escrito, no inscrito: no socializado- y delatan que, tras la apariencia de un culto, en realidad se oculta un auténtico odio al cuerpo.





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MANIFIESTO MEDIOCRE


En los últimos tiempos, en las redes sociales se ha generalizado el uso del epíteto "grande" para elogiar cualquier cosa: una obra literaria, un autor, un espectáculo, un intérprete... Grande sería sinónimo de bueno. ¿Por qué? Lo ignoro. ¿Acaso no advierte el refranero que "en el bote pequeño está la buena confitura"? No importa. Hoy en día, la virtud está en la magnitud, a condición de que sea superior a la media.


A este prejuicio le acompañaría otro, no menos aberrante pero de mayor tradición: "alto". La cocina buena sería "alta cocina", el mejor sonido lo proporciona un equipo de "alta fidelidad" y así hasta llegar a la "alta literatura", concepto abstruso donde los haya porque, ¿qué significa? ¿Que su autor mide más de 1,80? ¿Que trata de asuntos espirituales? ¿Que ha sido editado en formato... grande? Misterio.

Estas inercias léxicas trasladan al ámbito conversacional un progresivo desplazamiento social de mayor calado: en lo sucesivo, o eres alto y grande (o sea: eres 'más' que los demás), o no llegarás a ningún sitio. Tras unos epítetos de apariencia inane, late la imposición de un modelo jerárquico de las relaciones humanas, según el cual el que sobresale -otra pejiguera recurrente: la excelencia- sobrevive, y el que no se verá condenado a lustrarle los zapatos, incluso literalmente. El ganador se lo llevará todo...

Yo, que no soy demasiado alto ni demasiado grande (aunque tampoco todo lo contrario), me niego a dejarme llevar por esta corriente. No quiero ser mayor ni mejor que los demás, ni siquiera compararme con ellos, no es necesario, no lo necesito. No abogo por un concepto opresivo de la igualdad -nadie es igual a nadie, todos somos únicos-, sino porque me dejen en paz con sus carreras, concursos y competiciones. No quiero destacar, ni me gustan los que lo necesitan para sentirse bien consigo mismos. Es más, siento una irrefrenable simpatía por los discretos, los medianos, incluso los mediocres: esos que sólo son... ellos, sin esfuerzos por "superarse", ni batir marcas, ni aplastar al vecino para descollar por encima de él.

Queda bastante gente así, por el mundo. Sólo que cuesta dar con ella, porque no vive obsesionada con ser visible; incluso se diría que, de algún modo, se ocultan (siguiendo, consciente o inconscientemente, el adagio clásico que reza que "quien bien se oculta, bien vive"). Pero, cuando las encuentras, ¡qué vivo alborozo! ¡qué revelación! Porque, esa es otra: el mediocre reconoce perfectamente a quienes son como él -medianos... a la manera única de cada cual-, y también disfruta con el hallazgo. No pasa un día en que no sueñe con descubrir a un nuevo mediocre, o que un mediocre me descubra a mí. ¿No les pasa a ustedes también?


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SUBLIMES Y RIDÍCULOS

Existe cierto tipo de obras y de intérpretes que nos entran enseguida por los ojos, por los oídos, por la piel, acceden directamente a nuestra aquiescencia y los integramos sin esfuerzo a nuestro acervo personal de conocimientos y aceptaciones. Son, por así decir, "de los nuestros", nos reconocemos en ellos y viéndolos, oyéndolos o leyéndolos, nos vemos, oímos y leemos a nosotros mismos.

Pero hay otro tipo de obras y de intérpretes que, en un primer momento, nos suscitan un estupor inusitado, mezcla de rechazo activo y maravillado escándalo. Son obras e intérpretes que, sin afán de provocar, nos hacen sentirnos provocados, removidos, apremiados. Su mensaje no nos resulta en modo alguno ajeno (en tal caso, no habría conflicto), pero sus formas no coinciden con ninguna que nos sea familiar, y eso nos espanta y al mismo tiempo nos seduce. Son obras e intérpretes de frontera, oscilantes, a un tiempo añejos y modernos, como ancestrales. Los leemos, los vemos, los escuchamos, y no podemos precisar si nos están tomando el pelo o abriendo los sentidos, ya embotados por exceso de comodidad y de costumbre.

Entre lo sublime y lo ridículo, lo salvaje y lo sagrado, este tipo de obras y de intérpretes nos plantean un desafío descomunal, pues nos brindan un formidable espejo: ahora somos nosotros los que debemos interpretar, los que tenemos que convertirnos, de algún modo, en autores de nuestra propia historia receptiva, de nuestro futuro como lectores, oyentes, espectadores.

Si aceptamos el reto y lo superamos, esas obras y esos intérpretes pasarán a formar parte de nuestro patrimonio cultual (de culto) con un brillo único, distinto a cualquier otro, pues además de sus propios valores intrínsecos ya por siempre llevarán adherida una íntima gratitud por habernos permitido superar nuestras propias limitaciones y reanimar nuestras propias inercias.

Y quien dice obras e intérpretes, dice paisajes, animales, personas.


CRECIMIENTO INSOSTENIBLE

Hay aberraciones conceptuales que, por mucho que se puedan repetir, no por ello alcanzan el estatuto de verdades de razón. Una de ellos, y quizás de las más perniciosos, es esta: “crecimiento sostenible”.

Quienes lo emplean entienden por tal algo parecido a esto: un modelo económico que genere “riqueza” (eufemismo que significa: pingües beneficios empresariales y empleo precario y de baja calidad) y preserve el medio ambiente, o no lo deje demasiado pachucho. Vamos, algo así como soplar y sorber al mismo tiempo y sin contraindicación ninguna, ni para el entorno ni, por supuesto, para la cartera.

Empecemos la disección que nos llevará a desenmascarar esta última burla terminológica del capitalismo destructor.

El concepto de “desarrollo económico” que se propugna, en 1974 como en 2004, se basa en dos postulados esenciales:

a) como especie triunfante, el territorio nos pertenece y podemos hacer con él lo que nos venga en gana, en particular

b) transformarlo, despojarlo de su carácter “inútil” y darle un “uso”, esto es: explotarlo o, como repite cual salmodia la última hornada de niñatos con MBA: “ponerlo en valor”.

Así, cuando escucha la palabra “desarrollo”, el predador que se oculta tras el probo empresario (constructor, industrial u hotelero, comparten todos esa visión del mundo como objeto de saqueo y degradación) en realidad entiende: ceros en mi cuenta corriente. Que por el camino miles de hectáreas de tierra virgen se hayan visto brutalmente edificadas (por lo común, en contra incluso de la legislación vigente: véase la Costa del Sol o el reciente caso de Águilas, bajo el impulso del gobierno popular de Murcia) y los espacios incultos sean objeto de la más salvaje humanización no compensa las décimas de PIB que tanto hacen salivar a los adláteres del capital. Basta con pulsar el estropicio irreversible que el desarrollismo provocó y provoca en el litoral peninsular para comprender la naturaleza cancerosa, metastática del modelo de crecimiento que impulsa y sostiene esta vulgar rapiña del espacio común.

Se argumenta, para acallar las voces discordantes con esta sinfonía de la aniquilación, que ello genera “riqueza y empleo”. Se introduce así un caballo de Troya en las filas de la izquierda, tan apegada al bolsillo del patrón (al menos, en su visión actual: acomodaticia y servil para con los intereses de las oligarquías dominantes) que es capaz de vender su alma por una nómina mensual. Justamente, el concepto de “desarrollo sostenible” viene a funcionar como placebo para que las víctimas del capitalismo nos sintamos, incluso, unos de sus principales beneficiarios: todos crecemos, y además, nos conservamos.

Pues no, eso no es posible. Un paraje natural reducido a escombros por la acción de la grúa y la hormigonera no es un precio proporcionado al presunto beneficio laboral que pueda reportar a doscientos curritos mal contados. El empleo no puede ser jamás una coartada para la demolición del único tesoro que Dios nos ha dado: la naturaleza en su estado primordial, no transformado. Igual que repugna al sentido común defender el comercio de armas por los miles de puestos de trabajo que genera, sólo a un necio (o a un directamente interesado) le puede satisfacer echar a perder para siempre un pedazo de belleza a cambio de quince días de lentejas mal cocidas.

Aquí, derecha e izquierda pecan por el mismo lado: antropocentrismo, visión reduccionista de la vida y, como fuerza motriz de todo ello, el pecado mortal (para el entorno y, en breve plazo, para la propia humanidad) que alienta el capitalismo avanzado: la codicia. Pues otro modelo de sociedad es posible: sin desarrollo, sin transformación obsesiva del medio, sino en armonía con él. Ello tiene un precio, es evidente: abandonar la obsesión por el “crecimiento” como sinónimo de bienestar y decantarse, en cambio, por una visión profunda y espiritual de nuestro estar en el mundo. El orbe no es una masa amorfa que podamos modelar a nuestro antojo, caiga quien caiga (y ya han caído miles de especies vivas y millones de parajes irrecuperables para siempre), sino un marco de convivencia entre todas las criaturas, sin que el ser humano tenga derecho a arrogarse la superioridad sobre las demás.

La sostenibilidad es insostenible. No se puede cavar y, simultáneamente, echar tierra sobre el propio agujero. El informe que el Club de Roma hizo público en 1974 lo dejó bien claro: o la sociedad consigue instalarse en el crecimiento cero (a base de austeridad, renuncias y abandono de la visión opulenta de la existencia), o nos vamos todos a la mierda. Que es donde, capitalistas bulímicos y sobrealimentados, nos merecemos estar, para qué seguir callándolo.

Yo, por mi parte, predico con el ejemplo: no coopero con el sistema de la predación, no arrimo mi hombro en la tarea de sostener un modelo de vida que desprecio y me asquea. ¿Y tú, qué haces por el planeta?