SUBLIMES Y RIDÍCULOS

Existe cierto tipo de obras y de intérpretes que nos entran enseguida por los ojos, por los oídos, por la piel, acceden directamente a nuestra aquiescencia y los integramos sin esfuerzo a nuestro acervo personal de conocimientos y aceptaciones. Son, por así decir, "de los nuestros", nos reconocemos en ellos y viéndolos, oyéndolos o leyéndolos, nos vemos, oímos y leemos a nosotros mismos.

Pero hay otro tipo de obras y de intérpretes que, en un primer momento, nos suscitan un estupor inusitado, mezcla de rechazo activo y maravillado escándalo. Son obras e intérpretes que, sin afán de provocar, nos hacen sentirnos provocados, removidos, apremiados. Su mensaje no nos resulta en modo alguno ajeno (en tal caso, no habría conflicto), pero sus formas no coinciden con ninguna que nos sea familiar, y eso nos espanta y al mismo tiempo nos seduce. Son obras e intérpretes de frontera, oscilantes, a un tiempo añejos y modernos, como ancestrales. Los leemos, los vemos, los escuchamos, y no podemos precisar si nos están tomando el pelo o abriendo los sentidos, ya embotados por exceso de comodidad y de costumbre.

Entre lo sublime y lo ridículo, lo salvaje y lo sagrado, este tipo de obras y de intérpretes nos plantean un desafío descomunal, pues nos brindan un formidable espejo: ahora somos nosotros los que debemos interpretar, los que tenemos que convertirnos, de algún modo, en autores de nuestra propia historia receptiva, de nuestro futuro como lectores, oyentes, espectadores.

Si aceptamos el reto y lo superamos, esas obras y esos intérpretes pasarán a formar parte de nuestro patrimonio cultual (de culto) con un brillo único, distinto a cualquier otro, pues además de sus propios valores intrínsecos ya por siempre llevarán adherida una íntima gratitud por habernos permitido superar nuestras propias limitaciones y reanimar nuestras propias inercias.

Y quien dice obras e intérpretes, dice paisajes, animales, personas.