CRECIMIENTO INSOSTENIBLE

Hay aberraciones conceptuales que, por mucho que se puedan repetir, no por ello alcanzan el estatuto de verdades de razón. Una de ellos, y quizás de las más perniciosos, es esta: “crecimiento sostenible”.

Quienes lo emplean entienden por tal algo parecido a esto: un modelo económico que genere “riqueza” (eufemismo que significa: pingües beneficios empresariales y empleo precario y de baja calidad) y preserve el medio ambiente, o no lo deje demasiado pachucho. Vamos, algo así como soplar y sorber al mismo tiempo y sin contraindicación ninguna, ni para el entorno ni, por supuesto, para la cartera.

Empecemos la disección que nos llevará a desenmascarar esta última burla terminológica del capitalismo destructor.

El concepto de “desarrollo económico” que se propugna, en 1974 como en 2004, se basa en dos postulados esenciales:

a) como especie triunfante, el territorio nos pertenece y podemos hacer con él lo que nos venga en gana, en particular

b) transformarlo, despojarlo de su carácter “inútil” y darle un “uso”, esto es: explotarlo o, como repite cual salmodia la última hornada de niñatos con MBA: “ponerlo en valor”.

Así, cuando escucha la palabra “desarrollo”, el predador que se oculta tras el probo empresario (constructor, industrial u hotelero, comparten todos esa visión del mundo como objeto de saqueo y degradación) en realidad entiende: ceros en mi cuenta corriente. Que por el camino miles de hectáreas de tierra virgen se hayan visto brutalmente edificadas (por lo común, en contra incluso de la legislación vigente: véase la Costa del Sol o el reciente caso de Águilas, bajo el impulso del gobierno popular de Murcia) y los espacios incultos sean objeto de la más salvaje humanización no compensa las décimas de PIB que tanto hacen salivar a los adláteres del capital. Basta con pulsar el estropicio irreversible que el desarrollismo provocó y provoca en el litoral peninsular para comprender la naturaleza cancerosa, metastática del modelo de crecimiento que impulsa y sostiene esta vulgar rapiña del espacio común.

Se argumenta, para acallar las voces discordantes con esta sinfonía de la aniquilación, que ello genera “riqueza y empleo”. Se introduce así un caballo de Troya en las filas de la izquierda, tan apegada al bolsillo del patrón (al menos, en su visión actual: acomodaticia y servil para con los intereses de las oligarquías dominantes) que es capaz de vender su alma por una nómina mensual. Justamente, el concepto de “desarrollo sostenible” viene a funcionar como placebo para que las víctimas del capitalismo nos sintamos, incluso, unos de sus principales beneficiarios: todos crecemos, y además, nos conservamos.

Pues no, eso no es posible. Un paraje natural reducido a escombros por la acción de la grúa y la hormigonera no es un precio proporcionado al presunto beneficio laboral que pueda reportar a doscientos curritos mal contados. El empleo no puede ser jamás una coartada para la demolición del único tesoro que Dios nos ha dado: la naturaleza en su estado primordial, no transformado. Igual que repugna al sentido común defender el comercio de armas por los miles de puestos de trabajo que genera, sólo a un necio (o a un directamente interesado) le puede satisfacer echar a perder para siempre un pedazo de belleza a cambio de quince días de lentejas mal cocidas.

Aquí, derecha e izquierda pecan por el mismo lado: antropocentrismo, visión reduccionista de la vida y, como fuerza motriz de todo ello, el pecado mortal (para el entorno y, en breve plazo, para la propia humanidad) que alienta el capitalismo avanzado: la codicia. Pues otro modelo de sociedad es posible: sin desarrollo, sin transformación obsesiva del medio, sino en armonía con él. Ello tiene un precio, es evidente: abandonar la obsesión por el “crecimiento” como sinónimo de bienestar y decantarse, en cambio, por una visión profunda y espiritual de nuestro estar en el mundo. El orbe no es una masa amorfa que podamos modelar a nuestro antojo, caiga quien caiga (y ya han caído miles de especies vivas y millones de parajes irrecuperables para siempre), sino un marco de convivencia entre todas las criaturas, sin que el ser humano tenga derecho a arrogarse la superioridad sobre las demás.

La sostenibilidad es insostenible. No se puede cavar y, simultáneamente, echar tierra sobre el propio agujero. El informe que el Club de Roma hizo público en 1974 lo dejó bien claro: o la sociedad consigue instalarse en el crecimiento cero (a base de austeridad, renuncias y abandono de la visión opulenta de la existencia), o nos vamos todos a la mierda. Que es donde, capitalistas bulímicos y sobrealimentados, nos merecemos estar, para qué seguir callándolo.

Yo, por mi parte, predico con el ejemplo: no coopero con el sistema de la predación, no arrimo mi hombro en la tarea de sostener un modelo de vida que desprecio y me asquea. ¿Y tú, qué haces por el planeta?